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Capítulo I “La primera vez”, De Tras los crímenes del sol: Crónicas policiales del desierto, por Vanessa Carrasco

(Los personajes y situaciones presentados en esta historia son ficticios, cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia)

Nunca me había subido en una patrulla policial, no al menos sin estar detenida, aunque esa historia es para otra ocasión. Sin siquiera un titular para la portada del diario del 1 de enero, la invitación del joven teniente pareció, cuando menos, atractiva.

La llamada telefónica cerca de las tres de la tarde terminó por sacarme del letargo copiapino que asola en la previa de las fiestas de fin de año, en una ciudad en donde escapar a la playa es fácil, barato y a menos de una hora y media de la urbe.

Frente a la pantalla del ordenador y con la sensación de habitar sola en la ciudad, recibí el llamado. Entre los escasos que permanecimos en Copiapó, estábamos el teniente Santibáñez, parte de la policía local; los trabajadores de la salud más uno que otro bombero y yo en el diario. Seguro a todos nos parecía que los demás preparaban sus cenas en casa o iban camino a Caldera, Playa Loreto o Bahía Inglesa, Barranquilla quizás.

La voz aún juvenil del teniente al otro lado de la línea, con sus frases escuetas y caricaturescas de mini policía contrastaban abrumadoramente con su actitud estoica, seria y formal.

—Señorita buenas tardes, teniente Santibáñez por acá.

—Buenas tardes teniente. Respondí, consciente de lo mucho que le gusta su grado y su cargo.

—Eh mire, iremos junto a otro funcionario a realizar labor preventiva en la carretera. ¿quiere dar cobertura a la actividad? Preguntó con su absurda formalidad de día hábil.

— Mmm no quiero ir a morir derretida en la orilla de una carretera espejada viendo pasar caravanas de autos llenos de familias felices camino a la playa, las más lindas del país, por cierto. Mascullé en mi interior.

Claro que las fotos de los policías entregando volantes y realizando controles vehiculares era mejor opción que las páginas del diario vacías o rellenas con noticias nacionales recicladas.

—Por supuesto lo acompaño, gracias. Respondí resignada.

—La veo en el cuartel, me ordenó y colgó.

Rápidamente me repuse a la molestia que me causa el aire de instrucción de este «suche» (que es como llaman los demás policías a los oficiales nuevos) y partí cámara colgada al cuello a la actividad que habría rechazado en cualquier otro día del año.

No era mi primera previa del año nuevo y mi pauta eran —habitualmente— las páginas policiales y sabía que ninguno de los partes redactados en la guardia policial, si es que hubiera alguno, servirían para sacar alguna línea digna de titular.

El cuartel, quedaba a un par de cuadras de las octogenarias instalaciones del diario; una casona antigua situada en pleno centro de la ciudad, cuyas habitaciones sirvieron para distribuir un par de oficinas para el personal administrativo, una más grande para el editor del diario, otra para diagramadores y correctores de prueba y al frente una cocina con un hervidor y una tostadora de pan chilena (artilugio únicamente disponible en Chile). Al fondo, un pasillo largo para quienes redactamos las noticias, en un espacio identificado con un letrero escrito con plumón que anuncia «oficina de prensa».

A pesar de ser el menos glamoroso de los ya venidos a humildes espacios de las dependencias, este lugar cuenta con varios computadores separados por pequeños biombos y es la única habitación con ventana. Ese cuadrado que contacta con el exterior da a un pequeño patio central, en donde un árbol que —de milagro no se ha secado— nos regala la fresca sombra de sus hojas polvorientas. Aquí creamos, fumamos, bebemos café —como si no existiera un mañana— conversamos y hacemos «prensa» la mayor parte del tiempo, pero hoy estoy solo yo.

Cámara cruzada al hombro y parto rauda al cuartel. Al doblar la esquina veo ya estacionada la patrulla. En el lado del conductor, un hombre de unos 40 años, de quien solo pude observar la nuca. Un sargento, parte del personal de nombramiento interno o PNI en la policía en Chile, que también tiene otro escalafón denominado «de nombramiento supremo», conocidos comúnmente como oficiales, a quienes el PNI deben obediencia y subordinación. Lo que explica que este joven de 24 años sea superior jerárquico de un hombre de unos 40.

Del lado del copiloto, Santibáñez con su corte de pelo perfecto y la gorra centrada espera que me suba al auto, ambos me saludan y partimos en dirección norte. En el trayecto, se toma la libertad de sugerirme las fotos que le importan, que se vea el logo de no sé qué y la entrega del tríptico no sé cuánto. Estoy tan absorta y medio apática mirando el carro policial que apenas presto atención a sus palabras que me parecen de soldado de juguete.

Santibáñez dicta instrucciones al conductor, —«sí mi teniente»— responde el otro uniformado. Se comentan dos o tres cosas anecdóticas como si mi presencia no los inmutara en absoluto.

Una voz por la radio dice cosas que no alcanzo a distinguir. Ambos recordaron mi presencia en el asiento trasero y parecieron incomodarse, y aunque no entendí nada del mensaje radial, sí entendí que ya no habría entrega trípticos a los veraneantes. Desde la radio, el llamado detalla que vecinos del sector de Paipote están preocupados por la presencia de un hombre en las cercanías del lecho de un canal de riego.

«Bueno, ya está acá», rezonga el teniente mirándome resignado. —Acompáñenos a verificar este procedimiento— me espeta y sin esperar mi respuesta, el conductor maniobra en U y da la vuelta por Avenida Copayapu en dirección a Paipote.

Llegamos al lugar, el teniente descendió de la patrulla con su metro y cincuenta centímetros. Lo sé con certeza porque mido un metro y cincuenta y cinco centímetros y teniéndolo cerca pude notar que sólo la gorra lo hace ver un tanto más alto.

Desde donde se estacionó la patrulla, pudimos perfectamente otear la silueta del hombre al costado de un árbol frondoso, inmóvil en medio del fondo opaco que dibujan los cerros terrosos y secos de Paipote.

Aún acompañada de dos hombres armados, sentí la incertidumbre apoderándose de mí. Caminamos por el costado de la carretera hacia el canal de regadío paralelo a la ruta y de pronto me pareció que la patrulla estaba muy lejos. Ningún vehículo transitó por el camino del que nos alejamos lentamente en medio del aire espectral que, tanto la soledad como la sequedad intensa le dieron al momento.

Al acercarnos un poco más, la silueta se hizo más grande pero igualmente inmóvil y entonces, el teniente sacó del bolsillo de su pantalón un pañuelo de género, de esos que usaban antaño los abuelitos.

Dos pasos detrás de él, estaba yo siguiéndolo por inercia. Se detuvo y me dio el pañuelo «cubra su nariz» me ordenó, pues él ya había entendido toda la escena. Caminando con el estómago apretado tras sus firmes pasos, observé su contextura firme, más bien fornida y su forma de caminar con la espalda totalmente erguida y percibí, que no era un personaje sino una especie de convicción lo que lo movía, como aquellas personas que nacen ya sabiendo lo que quieren para el resto de sus vidas y sentí respeto por él.

Levanté la vista y vi con claridad la cuerda que unía el árbol con aquel cuerpo, de pronto la podredumbre golpeó mi nariz y una arcada no fue suficiente para que mi cuerpo reaccionara ante tal escena, no estaba preparada, el orgullo y algo de control impidieron que vomitara.

Santibáñez sacó unos guantes de plástico de algún bolsillo y se acercó lentamente al cuerpo que yacía colgado del árbol justo al costado del canal de regadío. La sombra del pimiento del cual colgaba y el hábitat húmedo sirvió de caldo de cultivo para lo que vimos ahí; la descomposición.

Una inicial mirada estando aún borrachos por el aire nauseabundo y atontados por la presencia de aquel cuerpo hinchado y descompuesto; nos permitió notar un par de botellas de vino al lado de un cajón de frutas que hizo las veces de mesa. Al costado, una mochila abierta y un par de papeles. Una carta tan breve como inmensamente solitaria: «perdóname, Toty. Sé feliz tú, hoy yo no puedo».

En el bolsillo trasero del pantalón, una página sale media doblada y cuidadosamente es retirada por Santibáñez, nada más ni nada menos que mi diario, pero con fecha 25 de diciembre, la data de muerte podría darse ya por establecida.

«Siempre dejan pistas» susurra el Sargento. El teniente toma la radio portátil colgada en su pecho y comunica el hallazgo, comienza el procedimiento de rigor, el llamado al fiscal de turno y al Servicio Médico Legal, parece despejarse el aire lúgubre en ellos.

Yo, todavía mareada por toda la escena, absorta en la pena de un muerto anónimo, me alejo unos metros retrocediendo, saco la tapa del objetivo de la cámara, acerco el ojo al visor para enfocar la escena. Sin ninguna experiencia más que la de escoger las fotos para las notas que escribo, intento rescatar en el encuadre el momento en el que estoy sumergida.

El árbol con sus hojas tristes y polvorientas, la silueta de aquella persona que yace sin vida y sin nombre; los dos policías toman fotos, miran y el oficial está al teléfono, el caluroso desierto con sus colores de tierra seca y minerales abraza la escena de un 30 de diciembre de un año que ya no recuerdo. Presiono el disparador y la cámara captura el momento. Tengo portada para el diario, aunque en un par de días será «terno de pescada» en Caldera como dicen los de prensa. Para mí, la primera vez que vi un muerto.

 

Fin

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