Capítulo 4, «Solos», de «Tras los Crímenes del Sol: Crónicas Policiales del Desierto», por Vanessa Carrasco
(Los personajes y situaciones presentados en esta historia son ficticios, cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia)
Tres hijos, dos casi adolescentes y uno más pequeño. Meses sin un esposo. Los ingresos que resultan de hacer aseo en las casas aledañas ya no alcanzan, las vecinas ayudan a cuidar a los dos más pequeños en las tardes, mientras ella va a casas en Chamonate a hacer labores domésticas por día. Cocina y asea su propia casa, lava la ropa de sus hijos, la dobla y guarda en las tardes cuando refresca el aire mientras mira alguna novela. Durante los fines de semana, prepara churrascas para ella y los niños, aprovecha de venderle a las vecinas y en la feria con el hijo más pequeño, termina de ofrecer las churrascas restantes cuatro en cada bolsa por mil pesos. Aún con todo el cansancio, no se queja y nunca está de mal humor, siempre termina el día besuqueando a los tres hijos que la rodean y le hablan todo el día sin parar.
Hace años que son vecinos con “el Jofré”, desde antes que su esposa muriera y desde antes que su marido se fuera sin explicación. El viudo y jubilado, mantiene su casa impecable y barrida, pintada y en general se ve que necesidades no pasan por él. Por lo menos no monetarias. El primer acercamiento que intenta “el Jofré” es solo una conversación en la que ofrece una bolsa de medio kilo de aceitunas negras de Huasco; sus manos grandes y morenas, ajadas por el sol y la sequedad; sus uñas tan negras casi moradas como las mismas aceitunas se extienden para mostrar la bolsa – “vecina, los niños suyos comen aceitunas” pregunta.
Y la verdad es que los tiempos que corren en su vida no están para rechazar nada que pueda entretener el insaciable estómago de esos tres niños que crecen despeinados, flacos y largos como espigas y que poca noción tienen de la carencia que merodea desde que el papá de los dos más chicos se fuera a un turno del que simplemente no volvió ni para decir un “hasta nunca”.
Ahí, detenida en la reja del antejardín de su casa pareada, está entre recibir y rechazar la bolsa con esas aceitunas grandes y carnosas, moradas y negruzcas, amargas e intensas que le vendrían mucho mejor a ella que a los niños. Aunque con más ganas de decir que no, es imposible para ella no pensar en lo bien que vendría una cañita de cualquier vino tinto en caja con unas cuantas de esas aceitunas, una vez que se duerman los niños.
La vecina de la casa del otro lado abre la puerta y la saluda, aparecen los dos más pequeños corriendo y gritando – “¡¡mamá!!” –“muchas gracias por cuidarlos vecina, se pasó de verdad” señala ella a la mujer, mientras recibe los besos de los niños y sin darse cuenta casi de manera inconsciente, recibe también la bolsa de aceitunas – “gracias también vecino”- a lo que el hombre responde simplemente asintiendo con la cabeza.
En medio de una hilera de casas pareadas en una población de menos de diez años, la casa de “El Jofré” es llamativa, está notoriamente limpia de la tierra copiapina que acostumbra pegarse hasta en las paredes; como la pinta con bastante frecuencia, la fachada no alcanza a derruirse por el sol y además es el único de los antejardines de la cuadra que tiene varias plantas y pasto.
Ella, en la casa inmediatamente contigua, no tiene ni tiempo ni recursos para pensar en regar. Es una mujer linda, delgada de busto abundante y de hombros angostos; es alta en comparación a la media de la mujer chilena y aún no cumple la tercera década. Tiene piernas, muslos y caderas firmes, pues quien trapea tantos pisos como ella no necesita más para tener unas piernas tonificadas. Se da cuenta cuando la están mirando y aunque se viste de forma común, su silueta voluptuosa es difícil de disimular.
Entra en la casa con los dos más chicos, y mientras prepara “la once” come con gusto algunas de las aceitunas que “el Jofré” le regaló y aunque a estas alturas desconfía de cualquier gesto de un hombre, se come las aceitunas sin siquiera recordar su procedencia y se ríe con los niños mirando un programa en la televisión cuando ya son cerca de las 6 de la tarde.
Desde ese día han pasado ocho meses. He salido del diario corriendo a comprar ensaladas preparadas antes de que cierre la verdulería de calle Los Carrera con Maipú, justo frente a Corona. He comprado una bolsa con repollo picado, morado y verde, otra con apio y pepino y una tercera con papas cocidas, choclo y lechuga. Dos limones, mil pesos de aceitunas que me voy comiendo en el camino al departamento. Preparo el plato con las ensaladas, lavo y corto uno de los limones y saco del refrigerador lo que queda del pollo asado que estoy comiendo por partes desde hace tres días. Corto una parte y en un plato me dispongo a calentarlo en el microondas, estoy feliz porque ha habido varias noticias en la mañana y he avanzado mucho, almorzaré tranquila y terminaré temprano hoy, pienso mientras el pollo gira en el microondas.
Mientras estoy en esto, recibo un llamado de unos policías. Antes de decirme nada, me preguntan si tengo cámara digital y sí, tengo una, de esas con tarjeta de memoria. Me dicen que tienen un caso y quieren fijar el sitio del suceso, pero sus cámaras son escasas y andan con otros policías en otros procedimientos.
La premura que rodea la pregunta es que si no pueden ofrecer imágenes para fijar el sitio del suceso, el fiscal asignará el caso a la policía civil; y ellos no quieren perder la oportunidad de investigar este caso. Con esa información, les digo que sí tengo, que se las puedo llevar de camino al diario al regreso de la colación. -Estás loca, es ahora y no estamos en el diario, anota la dirección, pero vente al tiro flaca, ¡ahora! Me insisten al teléfono.
Así que busco la pequeña cámara digital que poseo, blanca y delicada guardada desde no sé qué navidad en el primer cajón de mi cómoda; reviso si tiene algo de carga y si prende. Está cargada o por lo menos eso indica al prenderse, la vuelvo a guardar y salgo, no sin antes cubrir las verduras de lo que iba a ser mi almuerzo con un plato extendido encima del que ya había servido. El pollo imposible ponerlo de vuelta al refrigerador, pues ya está caliente, así que lo dejo en el microondas y parto.
Llego caminando, más bien corriendo. Como todo puede alcanzarse a pie en el centro, lo más efectivo es que apure el tranco y llegue al hotel en el que me esperan. Emplazado en pleno centro y con la fachada de residencial, este lugar arrienda habitaciones por horas, así que hace las veces de motel. Me doy cuenta cuál de todos ellos es, porque están los policías afuera, han cortado el tránsito de vehículos y una camioneta del Servicio Médico Legal está estacionada con la mitad del cuerpo sobre la vereda, dado que la calle es angosta. Varios curiosos ya se encuentran ahí mirando y sacando fotos.
Paso por sobre el sitio acordonado y le pido a uno de los policías que avise a Salgado que estoy en el lugar. Salgado es parte de los policías de civil que no quieren perder la oportunidad de llevar esta investigación, pero si no pueden fijar el sitio del suceso, el fiscal de turno deberá llamar a la Brigada de Homicidios de la policía civil. Aún cuando los primeros en presentarse en el sitio del suceso con ellos, pues su número de emergencias es el más usado en el país.
El policía avisa por radio que llegué y me indica que pase por un pasillo al fondo, levanta la cinta y efectivamente paso y veo que fuera de una de las habitaciones está Iriarte. Me ve e inmediatamente estira la mano para que le pase la cámara a la vez que abre la puerta mientras que yo instintivamente entro pensando en saludar a Salgado o más bien, sin pensarlo mucho.
Y ahí estoy, helada frente a un crimen. La habitación sin luz natural huele a humedad y la cama de madera no alcanza a ser de dos plazas. Estoy conmovida y en shock detenida en el tiempo viendo ese cuerpo blanco semidesnudo y angelical, casi brillante y perfecto como dibujado, con el torso a la vista, boca arriba. Sus ojos abiertos y el cuello marcado por la acción que arrebató por la fuerza el aliento de su vida. Los policías toman huellas, sacan fotos y miran sus manos pues en sus uñas quedan los rastros de que luchó y se evidencia que arañó mientras pudo a quien la atacó.
Salgo de la habitación con una cámara sin tarjeta USB y agradezco haber tenido el estómago vacío. No sé que temperatura hay en el caloroso y soleado Copiapó, pero yo tengo frío. Los policías conversan con las dependientas de la residencial; ellas describen a un hombre alto y moreno, que habría llegado antes que ella y salido una hora después del encuentro.
Toda la tarde pasa a mi alrededor al ritmo en que suelen pasar las tardes de diario, mientras yo estoy aún transitando como si la melodía de la segunda sonata nocturna de Chopin sonara mientras recuerdo la escena.
Un llamado de los policías me relata un par de horas más tarde que el autor está confeso. Que tras empadronar a cada uno de los y las vecinas de la víctima que fue identificada mediante el registro de sus huellas dactilares, dieron con la dirección y fueron golpeando la puerta de cada una de las casas, armando de a poco esos puzles en los que cada testigo tiene una pieza de una historia triste que no se quiere contar.
Meses llevaban en una relación “el Jofré” y su vecina. Al principio, como todas las historias prohibidas, eran cautos y disimulaban sus encuentros. Pero como en todas las historias prohibidas, el tiempo y la recurrencia profundiza los vínculos y éstos no se pueden disimular, pues son como hilos invisibles pero densos que se hacen presentes entre miradas, saludos y sonrisas cómplices entre quienes las protagonizan.
Los amantes fueron entonces dos soledades unidas y silenciosas que empezaron a completar sus vacíos y entonces ella ya no necesitó salir tanto a trabajar; la vecina contó que hace meses no veía a los más pequeños en las tardes. Otros vecinos relataron haber visto varias veces que a través de la reja iban y venían bolsas de aceitunas de Huasco para los niños o queques recién horneados porque desde hace un tiempo la vecina ya no preparaba churrascas sino que horneaba queques.
Todo un ensueño que pareció romperse cuando el desaparecido esposo de la vecina aparece tal como se había ido, sin llamado y sin aviso; instalando su jovial presencia en esa casa que por meses estuvo vacía de un compañero; pero que ya olía a la sombra del vecino y anciano benefactor.
Y fue en la misma confesión que “el Jofré” reconoció que la claridad de su vecina al dar por terminados los encuentros que los fueron vinculando por meses y meses, en algo que él pensó le sería totalmente ajeno tras su viudez, lo llevó a rogar un último encuentro, una despedida en donde pudieran estar solos. Tan solos como para arrebatarle a ella el poder cobijar ningún otro tibio encuentro, nunca jamás.